lunes, 1 de septiembre de 2014

Jean Rhys. El Ancho Mar de la Vida





Jean Rhys (Roseau, 24 de agosto de 1890 - 14 de mayo de 1979). Novelista caribeña de la primera mitad del siglo XX. Británica nacida en Las Antillas, en la isla de la Dominica.

Emigró a Inglaterra a los 16 años y trabajó como actriz. En 1920 se trasladó a París, donde empezó a escribir animada por el novelista Madox Ford. Publicó su primer relato en 1924, y su primera novela, “Posturas “(más tarde llamada Cuarteto), en 1928.

La ficción de Rhys refleja su visión pesimista del mundo y su simpatía hacia los desvalidos, en especial hacia las mujeres atrapadas en vidas que no son capaces de cambiar.


Rhys publicó otras tres novelas “Después de dejar al señor Mackenzie” (1930), “Viaje a la oscuridad” (1934) y “Buenos días, medianoche” (1939) antes de abandonar la literatura. Pero no fue hasta la publicación de su novela “Ancho mar de los Sargazos” en 1966, cuando fue considerada una figura literaria de relevancia. Ancho mar de los Sargazos es la precuela de la novela de Charlotte Brontë, Jane Eyre.


Jean Rhys trabajó como artista bohemia. Durante este periodo de su vida, Rhys vivió casi en la pobreza. Sin embargo fue durante este periodo cuando se familiarizó con el arte modernista y la literatura, y cuando se convirtió en alcohólica, problema que mantuvo durante toda su vida. Sus experiencias en la sociedad patriarcal y los sentimientos de sentirse desplazada influyeron y formaron parte de algunos de sus trabajos, así como su difícil niñez, en la que no acabó de ser aceptada ni por la sociedad criolla ni por la europea de su isla natal.




Su estilo se caracteriza frecuentemente por su mezcla de técnicas modernistas y de sensibilidades propias de la sociedad caribeña de la que provenía.

En 1979 se publicó su autobiografía inacabada, Sonríe, por favor.




 
Las Mujeres de Jean Rhys (*)





La mayoría de las obras de Rhys tratan sobre mujeres que se ven desplazadas de sus ambientes naturales y dejadas al capricho de sociedades con pobres valores familiares, en una muestra de su propia experiencia.

La vulnerabilidad y la ausencia de un proyecto vital plausible, agravadas por el hecho de encontrarse próximas a las horas crepusculares de su existencia, representan una constante en la trayectoria de estas modernas heroínas de bulevar. Y también su inútil intento de aceptar los “roles sociales”, tal como vienen asignados, en un universo convencional que les repugna. “No sirve de nada querer adaptarse, hay que haber nacido con esa mentalidad”: una frase que cualquiera de ellas podría suscribir.



Anna Morgan es una muchacha “temblorosa y soñadora”, cuya indolencia determina que las circunstancias gobiernen su vida; en la mirada esquiva de Julia Martin se advierte que “jamás podría triunfar en una carrera azarosa, por muy dispuesta que se encontrase a ser astuta y actuar sin escrúpulos, como  hacen todos los seres débiles en su lucha por sobrevivir, sin que los fuertes los dominen y subyuguen”.

Todas ellas, en algún momento, consiguen mantener un precario equilibrio, treguas de corta duración, casi siempre finalizadas de modo abrupto. Una especie de “juego ruin” que las condena a subsistir a cualquier precio –a la postre, siempre el mismo: la autodestrucción–, es decir, la pérdida definitiva de la “sabiduría y el alma” que, en la práctica, se traduce en una vida sin objeto, inútil y vacía.

Tarde o temprano, todas ellas experimentan la desasosegante sensación de no pertenecer a ninguna parte, de encontrarse a la deriva, ajenas por completo incluso a cuanto hasta hacía poco tiempo podían considerar, en cierta medida, suyo o personal. “No tengo orgullo, ni nombre, ni rostro, ni país. No soy de ninguna parte –reflexiona Sophia Jansen–. Soy como una de esas pajas que flotan al borde de un remolino y que, poco a poco, son llevadas hacia el centro, que las engulle. Al centro muerto, donde todo está en calma…” Julia Martin, a su vez, anhela solo caminar en línea recta hasta un sitio fiable y seguro, pero su recorrido es sinuoso y vacilante, a su pesar, un círculo que la devuelve inexorablemente al punto de partida. Sophia, la silenciosa inquilina del cuarto piso, primera puerta a la izquierda, a quien ya conocemos, recorre las calles de todas las tardes, de todas las horas, atenta únicamente al curso de sus sombríos pensamientos: “Volver al hotel. Al Hotel de la Llegada, al Hotel de la Partida, al Hotel del Futuro… De regreso al hotel sin nombre, en una calle sin nombre…”

Julia se siente “a salvo” encerrándose en su dormitorio; Sophia duerme los domingos durante quince horas seguidas, soñando con no despertar. “Este maldito cuarto –se dice, en cuanto abre los ojos–: Es igual a todos los cuartos en los que he dormido, como lo son todas las calles por las que he caminado… El olor a moho, los bichos, la soledad… Este cuarto, que es parte de la calle, es todo lo que quiero de la vida…”



Cafetines de Montparnasse ,cuando el hambre aprieta y es preciso captar algún cliente, hoteluchos de la Rive Gauche, pensiones del “literario” Bloomsbury, habitaciones en los aledaños de Notting Hill Gate y su depauperada población de ciudadanos de “segunda clase”. París, Londres: campos de batalla urbanos, de neón y concreto, en los que estas mujeres tejen y destejen las horas y los días de sus vidas desperdiciadas, inmersas en una sensación de extrañeza, concepto que, muchos años después, pondría en boga el existencialismo, de pérdida de sus propias señas de identidad, es decir, alienación pura y dura, en el sentido marxista del término.

Esfinges sin secreto que han renunciado a sus sueños y viven, hasta cierto punto, una existencia “prestada”, a la que se añade el don inservible de un tiempo sin contenido ni ilusiones. Cada nuevo día, descienden un peldaño más hacia su hundimiento definitivo. Sus emociones, su capacidad afectiva, no encuentran destinatario…

¿Puede sorprendernos que, víctimas de una severa indigencia espiritual, y ante un “porvenir” presumiblemente desfavorable, en el alma de estos personajes vaya cobrando carta de naturaleza, poco a poco, la idea del suicidio?

“La semana que viene, el mes que viene, el año que viene, me mataré –piensa Sophia Jansen–. No hay apuro, tengo la eternidad aguardándome”.

Marya Zelli, Anna Morgan, Julia Martin, Sophia Jansen son, incuestionablemente, mujeres de ninguna parte, a quienes podemos imaginar, recorriendo con su andar cansino, calles y plazas, bajo la llovizna, o deteniéndose unos momentos, a la luz de las farolas, para encender un cigarrillo, en el anochecer otoñal de cualquier ciudad cosmopolita.



Entrañables en su callada desesperación, en su irrenunciable dignidad, asomadas al ocaso de sus vidas –nada mezquinas, ni vulgares, porque sus almas tampoco lo son–. Corazones cálidos, incluso generosos, cuyo íntimo fulgor, sin embargo, nadie ha sido capaz de percibir. Comparables a personajes de una tragedia, que acaban por metamorfosear el estigma de la fatalidad que las acompaña, en una forma de existencia, acaso la más desgarradora, una especie de mal du siècle para el que no hay paliativos, que las aniquila impunemente en la superpoblada jungla de las grandes urbes.

Por encima de feminismos avant la lettre, más allá de modas literarias perecederas, Jean Rhys, autora de culto, describió con tono magistral a un conjunto de personajes, verosímiles, inmediatos, en situaciones-límite, que trascienden, además, las referencias de época que les son afines, determinando que su breve bibliografía –en especial, la del período reseñado, 1927-1939—posea el indiscutible valor de una rara gema, a lo que sin duda contribuye una prosa impecable, dúctil y plena de vida.

VVAA.
(*)Raúl Teixidó: Las mujeres solitarias de Jean Rhys